miércoles, 22 de junio de 2011

Brillante, cálida, nívea

El golpeteo en su sien era cada vez mayor. Un dolor incesante atacaba su cabeza en forma de martillo, provocándole oleadas de dolor cada vez que golpeaba. Abrió los ojos con dificultad y quedó cegada por la brillante luz del sol que entraba por la ventana. Volvió a cerrarlos ante la imposibilidad de ver lo que ocurría a su alrededor, y se limitó a escuchar. Una serie de murmullos incomprensibles y apenas audibles llegaban a sus oídos. Captaba palabras sueltas, palabras que no entendía bien, pero que le hacían sentirse confusa.
“Despertar…” “…es joven” “Cuidarla”
Poco a poco, fue abriendo los ojos, presa de una congoja que necesitaba ser solventada. Miró al techo y se dio cuenta que no estaba en casa, y que a pesar de ello, las voces que escuchaba le resultaban familiares. Intentó moverse en la cama, pero algo se lo impedía. No podía mover bien las piernas, las tenía agarrotadas. Ante su dificultad, se propuso extender los brazos para tocar a los seres que escuchaba, pero volvió a tropezar con unas frías barras de hierro que, a modo de cárcel, la apartaban del exterior y la dejaban a merced de una cama de sabanas duras y colchón más bien inapreciable.
En ese momento intentó gritar, pedir ayuda a aquellos que estaban fuera, pero al expulsar aire por su garganta, solo escuchó salir de ella un gorgoteo. Y dolor. El propio dolor la obligó a sumirse de nuevo en el sueño, confiando que sería mejor que la dura realidad.

Con el tiempo, Teresa fue mejorando, poco a poco. Desde un principio intentaba tranquilizarse, decirse a sí misma que aquello sería temporal, pero en su fuero interno sabía que iba a ser muy difícil cambiar lo que ya estaba hecho.
Hacía ya dos años que a Teresa le habían diagnosticado cáncer laríngeo, y en la última operación se le había extirpado gran parte de la laringe, y por tanto las cuerdas vocales.
Todavía recordaba cómo fue quedándose afónica poco a poco, todas las veces que fue internada en el hospital para que la diesen quimioterapia… No podía contar con los dedos de la mano las noches en vela pensando qué sería de ella al día siguiente, cómo sería su aspecto, si podría volver a estudiar.
Todavía recordaba la primera vez que ingresó en el hospital para someterse a la quimioterapia. Al momento de subir a la planta donde pasaría las siguientes semanas, se vio rodeada de personas que le hablaban a la vez: una le preguntaba si era alérgica, otra que le colocaba a la misma vez un manguito en el brazo y un termómetro en el otro, otro que le decía que “abriera grande”… Cuando se quiso dar cuenta, estaba en una habitación de colores fríos, con un trozo de tela atado al cuello y la cintura (con el que estaba segura que se vería el lugar donde la espalda pierde su casto nombre) y disfrutando de la compañía de una señora mayor, sin pechos y consumiéndose poco a poco en una cama. Notó que empezaba a marearse, y casi a tientas, recorrió la dura tela de las sabanas y se sentó, enterrando la cabeza entre sus manos.
Cuando creía que aquella sensación no iba a desaparecer, notó una presencia que se sentaba a su lado en la cama y que le rodeaba la espalda con su brazo. Levantó la vista y observó a su nueva acompañante: pelo moreno, más bien regordeta, unos 50 años y una sonrisa que podría iluminar una ciudad entera. Se presentó, “Soy Manoli, tu enfermera, ¿Y tú quién eres?”. Era obvio que ya la conocía, pero era un buen paso para empezar. Se enjugó las lágrimas, tosió y contestó: “Me llamo Teresa”.
Así comenzó lo que podría llamarse una historia de amor, de amistad, simpatía, apego, devoción, afecto…una historia entre una enfermera y su paciente. Desde ese momento, Manoli acompañó a Teresa en sus correrías por el hospital: la primera vez que le ponían un citostático, la primera noche que durmió sola con su no tan afortunada compañera, su primera caída del pelo. Manoli fue la que la apoyó en todos esos momentos, tanto o más como sus propios padres, ante los cuales intercedía en numerosas ocasiones.
Una y mil veces podría ingresar en el hospital, que sabía que a su lado tendría una sonrisa que le iba a confortar, a darla calor. Muchas veces no estaba Manoli, pero tenía a su disposición una serie de sustitutas que bien la podrían haber reemplazado, aunque sabía que el hecho de haber estado con ella desde el principio le había marcado para siempre.
Recordaba de nuevo la mañana que se despertó agitada, tras la operación de laringectomía. Después del primer intento fallido y su posterior desvanecimiento, logró contenerse la segunda vez. Se incorporó poco a poco en la cama, notando cada fibra de su cuerpo, el agarrotamiento de sus músculos y el dolor en su cuello. Miró a su alrededor, viendo la figura borrosa de su madre que se había levantado al despertar de Teresa, el sillón, la cama de al lado… Buscando con la mirada aquello con lo que se había despertado ya una vez, aquella sonrisa y la tranquilidad que le trasmitía.
Pasaron varios días, y Teresa seguía despierta y completamente apática. Veía la felicidad de sus padres, contentos de que la operación hubiera transcurrido con éxito; a su hermano y a su novia, que iban a verla cada tarde y le llevaban libros, contentos también por su mejoría; a la compañera de al lado, esta vez más joven que la que conoció aquel día, mucho más animada y charlatana, también alegre por la nueva situación de su vecina. Parecía que Teresa era la única que no estaba contenta por lo que estaba pasando. Y lo peor de todo, no podía transmitirlo al resto del mundo. Su incapacidad para hablar solo venía compensada con movimientos de cabeza inconexos y con un papel con figuras ajado en el que la mayor conexión de palabras que podía realizar se basaba en “médico” y “dolor”.
Una mañana, alrededor de las 8 y media, le tocaron el hombro, y le dieron los buenos días. Teresa se despertó al momento, consciente de la voz que acababa de escuchar. La persiana de la habitación se alzó casi de un tirón, y escuchó: ¿Sabéis que hoy es el primer día de la primavera? ¡A levantarse, que ya es hora!”. Abrió los ojos y se encontró con esa blancura nívea que se reflejaba en sus ojos el día que ingresó por primera vez. “Hola señorita ¿Qué tal hemos dormido? Ya hacía tiempo que no nos veíamos, ¿verdad?”. Teresa, ante la urgencia de contestar a la persona que llevaba tanto tiempo esperando, intentó hablar. Solo salió de su garganta un gorgoteo débil, y en ese mismo instante, fruto de la propia impotencia, de sus ojos nacieron dos lágrimas que fueron a parar a las manos de la persona que tenía delante. Manoli la miró con cara de circunstancias y le dijo que la esperara allí un momento, que le había traído un regalo para estas ocasiones. Teresa, sorprendida por el inesperado presente, se quedó clavada en la cama, sentada como una niña que espera la llegada de los Reyes Magos la mañana del 6 de enero.
Manoli reapareció por la puerta de la habitación con un paquete plano y alargado. Decorado con un sencillo papel de regalo y un “Espero que te guste”, Teresa fue rompiendo el papel para descubrir lo que contenía.
Una pizarra.
Que objeto tan simple, pero a la vez tan útil. Lo que le separaba de la relación con el resto del mundo era una pizarra. Las siguientes lagrimas que cayeron de sus ojos fueron de felicidad, y entonces escribió en la pizarra la palabra que mejor describía sus sentimientos: “GRACIAS”
Manoli salió de la habitación 426 con la emoción que sentía cada vez que se sentía realizada como enfermera. Recordaba cada momento al lado de esa chica, una de las personas que más le había agradecido su labor. Dos meses antes de su reincorporación a la planta tras los meses de excedencia que había pedido, se había pasado por la planta, gracias en parte al aviso de una compañera del ingreso de su paciente preferida y su nuevo estado de salud. Al volver y ver la reacción de Teresa la primera vez que despertó, casi a hurtadillas en el vano de la puerta, decidió que tenía que hacer algo por ella. Y tras varias horas pensando en la mejor manera para ayudarla, decidió que un regalo iba a ser lo mejor. Un regalo que superará en la medida de lo posible los obstáculos con los que se encontraría, y que pudieran infundirle valor para seguir adelante.

Desde ese día, la mejoría de Teresa fue casi impresionante. El simple hecho de poder comunicarse le hizo mejorar su ánimo al instante, y a los pocos días ya estaban decidiendo los médicos sobre su alta. A mediados de mayo, ya tenían a Teresa completamente vestida con su ropa y recogiendo las cosas para marcharse a casa. Antes de irse, Teresa buscó a Manoli, pero la dijeron que entraba más tarde ese día. Triste ante no poder despedirse, Teresa cruzó las puertas de la unidad en dirección a los ascensores, precedida por sus padres. Y allí estaba ella, con la cara sonrosada por el esfuerzo, sudando pero feliz, porque había llegado a tiempo para despedirla. Esta vez, Manoli fue quien cogió la tiza y la que escribió en la pizarra. Le dio la vuelta y se despidió de ella con un abrazo.
Al entrar en el ascensor, Teresa retorno la pizarra a su estado original, y vio lo escrito:
“Gracias”

Al volver al control de enfermería, Manoli notó ese escalofrío que recorre la espalda y que se siente cuando sabes que has influido en la vida de otra persona. Ese escalofrío que te recuerda por qué eres enfermera y no abogada, como quería tu padre. Ese escalofrío que te hace ver que vale la pena luchar cada día por lo que te importa.