lunes, 19 de enero de 2009

Lo prometido es deuda...

Retazos de una vida


Capitulo Primero

Mientras corría sintió el golpe del viento en la cara. No sentía frío. Mientras pudiera correr, pensó, ¿qué importaba un poco de frío si podía disfrutar libremente?
Paró y estornudó.
No importaba.

Vio un pájaro a lo lejos y corrió hacia él. Le miró mientras volaba y descubrió la gama de colores que se escondían bajo sus alas. Le gustaría ser igual. Volar. Y saltó.

Al caerse sintió dolor.

Escocía.

Escocía mucho.

Llorando llamó a su madre. Ella vino y con infinita paciencia y amor le limpió la herida de la rodilla y le habló al oído. Sus palabras le reconfortaban y sintió que ya no le dolía tanto. Se despidió de su madre y siguió corriendo.

De repente, miró al cielo, y vio unas nubes negruzcas que anunciaban lluvia. Inspiró y le dio de lleno el olor a tierra mojada. Corrió junto a su madre y se abrazo a ella.


Capítulo segundo

Salió de su casa como cada día, expectante. El sol le daba en la cara, cerró los ojos y entonces sintió la sensación de calor le llenaba de luz el alma, mientras respiraba aire profundamente. Era un bonito día de primavera.


Con el tiempo había aprendido a valorar esos pequeños momento en los que la felicidad era simplemente creada por un rayo de sol, el sentir el viento fresco en la cara o el olor del perfume de una persona al pasar. Había descubierto que la felicidad muchas veces se encontraba en esas pequeñas cosas en las que la gente normal no reparaba, y que quizá por ignorancia o quizá por dejadez no valoraba. Alzó la vista al cielo. Volvía a ser azul, tras una (para él) horrible temporada en la que hacía tiempo que no lo veía, pues estaba cubierto por una capa gris plomiza de nubes amenazando lluvia.

Y entonces recordó.

El olor de la tierra mojada.

Recuerdos...

Sonrió y pensó que al fin y al cabo no todo era tan malo como pensaba.

Y siguió andando. Pasó por un parque y los recuerdos volvieron a llenarle. Largas tardes de sol, cuando era pequeño. Sin preocupaciones. Sin ataduras. La madurez no solo traía consigo buenos momentos; también dejaba atrás la feliz ingenuidad de la niñez. Pero había que seguir adelante.

No todo podía ser bueno.

Siempre quedarán los recuerdos.


Ya casi había llegado a su destino. No hacia falta que mirara hacía la esquina. Ya sabía lo que iba a encontrar. Dos ojos verdes lo miraban con la misma pasión que lo habían mirado casi un año atrás por primera vez. Él conocía su olor. Ella conocía su mirada.
Alzó la vista y la miró a los ojos. “Tan guapa como siempre” pensó. Notaba el corazón. Notaba ese cosquilleo característico en el estómago que anunciaba lo que tantas veces había sentido. Sin pensárselo dos veces, se lanzó a sus brazos y buscó su boca.

Felicidad.

Completa.

Diferente.

Era Amor.


Esa era la mayor valoración de felicidad que podía hacer. Sentir que quería y era correspondido encendió en su alma la llama de la felicidad que superaba todas las posibles. El tiempo se paró y sus respiraciones se cortaron. Ese momento era suyo.
Eran uno.


Capítulo tercero

Sentado en el sillón, mirando por la ventana.

Los años habían pasado, y se encontraba solo. Habían sido muchas experiencias, buenas y malas, pero siempre había sabido ver el lado bueno a la vida. Reflexionaba sobre que hubiera pasado si él no hubiera sabido ver el mejor lado de la vida, cuando a veces se ve tan negra que buscar la luz es tan difícil como dibujar una sonrisa en tu cara cuando lo único que deseas es acabar con todo. Afortunadamente, tenía demasiadas luces en su vida como para acabar sumido en la oscuridad del alma. Pensó en todas aquellas personas que quería: sus hijas, su perro, sus amigos,... Y decidió que si solo uno de ellos le hubiera faltado, no habría sido lo mismo.

Ya empezaba a divagar, como siempre.


Es la vejez, que nos hace ser más sabios.

Ya no sentía los favores de la vida como antes.

Su oído dejaba bastante que desear y su vista tampoco le proporcionaba lo que quería.

Pero tenía sus recuerdos.

Guardaba en su alma todos esos momento que había dejado atrás, lo que significaba el escuchar la voz de un amigo, tocar el suave tacto de una superficie conocida, oler el característico perfume de cada uno a quien estimas, y ver aquellos ojos que tanto echaba de menos... Aquellos ojos se clavaron en su corazón, y su ausencia hizo sangrar heridas que ya parecían cicatrizadas.

Sus ojos se anegaron de lágrimas.

Volvía a notar la oscuridad.

Pero sus recuerdos eran su luz.


Decidió salir a dar un paseo, a respirar un poco de aire fresco. Realizó esa especie de ritual que estaba acostumbrado desde muy joven: se paró, y notó el aire frío punzante en su cara. Sintió frío por todo su cuerpo, pero, de repente, se dio cuenta de que había algo más en ese ambiente: respiró profundo y el ya conocido olor a tierra mojada invadió su alma. Y entonces, se sintió completo.


Primero una rodilla, y luego la otra. Casi sin sentirlo, se desplomó. Ya en el suelo, noto el frío del asfalta colándose por todos sus poros, y la lluvia cayendo sobre el. Vio el cielo estrellado sobre su cabeza, cerró los ojos, y durmió.

Le vi levantarse del asfalto sin ningún tipo de dificultad, y por primera vez me miró a los ojos. Sabía que pasaba. Se acercó a mí y le tendí la mano. Nunca miró atrás.



Su alma brillaba con la luz de sus recuerdos.